Empresario CREA y sobreviviente de Malvinas
Un testimonio en primera persona
Mientras estaba en la balsa, sacudida por olas embravecidas de varios metros de altura que amenazaban con hundirla, no tuve miedo de morir. Mi mayor angustia era la tristeza infinita que experimentaría mi madre al conocer la noticia.
La preocupación inicial era alejarnos lo más posible del ARA General Belgrano, pues temíamos que, al hundirse, nos arrastrara hacia el fondo del océano: estábamos a muy pocos metros del crucero averiado de muerte por el submarino nuclear británico HMS Conqueror. Afortunadamente, se hundió lentamente, de manera tal de permitirnos una segunda oportunidad a los sobrevivientes del ataque.
Después de permanecer treinta y seis horas en la balsa y de dos noches terribles, fuimos rescatados. Pero todos los años festejo mi cumpleaños dos veces: el 30 de abril y el 2 de mayo, fecha, esta última, del hundimiento del General Belgrano. La suerte no quiso entonces que yo sea uno de los 323 fallecidos en la tragedia.
Lo más extraño al regresar al continente –esto nos sucedió a muchos ex combatientes de Malvinas– era la sensación de que la guerra había ocurrido en un tiempo o región lejana. No percibíamos en los demás un registro inmediato del sacrificio que habíamos hecho los que participamos en la contienda bélica.
Perdí a mi padre cuando tenía apenas once años de edad. Mis hermanos y yo trabajamos desde muy temprano en la empresa familiar. Mi madre quedó a cargo de cinco hijos y de la pequeña explotación agropecuaria localizada en el norte santafesino. El amor de mi madre fue único e incondicional y desde su partida su recuerdo me acompaña y me sostiene.
Hice, junto a mis hermanos, un curso acelerado sobre sacrificio, algo que, considero, no merece un reconocimiento especial, pues cualquier hombre o mujer debe asumir la responsabilidad que le corresponde cuando las circunstancias lo exigen.
Un año después de la guerra, en 1983, me ofrecieron ser parte del grupo CREA Arroyo Ceibal. Tenía veintidós años de edad y era el administrador y único trabajador de la empresa, pues fui el único de los cinco hermanos en tener vocación por la actividad agropecuaria. A pesar de la pequeña escala de nuestra empresa, entendí que se trataba de una oportunidad única para progresar a través de la escuela de los propios pares, quienes pueden ver cosas que uno no ve y viceversa.
Ser parte de un grupo CREA fue una cuestión vital para poder atravesar los años ’90, que fueron difíciles para el sector agropecuario en general y durísimos para los que integramos la región norte de Santa Fe. Se trató de una época que viví con gran incertidumbre, en la cual el desarraigo rural y la desaparición regional de cadenas de valor –como puede ser el caso del algodón y de la caña de azúcar– cambiaron completamente la fisonomía productiva y social de la región. Posteriormente, hacia fines de la década, llegó el cambio tecnológico con la avanzada agrícola.
El CREA Arroyo Ceibal se disolvió y estuve tres años sin formar parte de la red. Hasta que en 2008, en pleno conflicto agropecuario, un grupo de empresarios agropecuarios decidimos formar el CREA Villa Ocampo, que integro en la actualidad. Nuevamente, en momentos difíciles la mirada y el apoyo de los pares resultó una cuestión fundamental para poder seguir adelante.
Los integrantes del CREA y el asesor fueron clave para poder diseñar un plan de pago de la porción societaria que le correspondía a mis hermanos, algo que –todos los empresarios agropecuarios saben– debe ser gestionado con muchísimo cuidado para evitar que se dañen los vínculos familiares. También fueron de gran ayuda durante las gravísimas inundaciones que registramos en la zona durante los últimos años.
Residí la mayor parte de mi vida en el campo: recién ocho años atrás me mudé al pueblo de Arroyo Ceibal. Mi compañera de la vida, si bien nació en la ciudad de Rosario, compartió conmigo la vida rural: el poder del amor es grande. Mi hijo mayor trabaja en un negocio familiar: una agencia de quiniela en Arroyo Ceibal que en 2011 tuvo la suerte de registrar un ganador de un premio gordo del Quini 6 de más de tres millones de pesos (todo un evento para el pueblo). Mi hijo menor comenzará a estudiar abogacía. Ninguno de los dos manifestó –por el momento– interés por continuar con la empresa agropecuaria, la cual está dedicada fundamentalmente a la cría con algo de agricultura (maíz y girasol) tanto en campo propio como arrendado.
Las experiencias que me marcaron en la vida me enseñaron a respetar a los otros y agradecer todo aquello que hace que seamos como somos. Algunas cuestiones están a nuestra alcance. Y otras no.
En el crucero dormíamos con la ropa puesta. Tenía asignada una ametralladora antiaérea con un calibre de 20 milímetros. Sabíamos que la flota británica se estaba acercando y nos preparábamos para un ataque inminente.
Mi ocupación como colimba en el General Belgrano era de mozo en la cámara de los oficiales. Teníamos guardias rotativas de ocho horas. Cuando el primer torpedo del submarino británico colisionó contra el crucero, yo estaba durmiendo. El golpe fue tan grande que me tiró al suelo. Unos cuarenta segundos después llegó el segundo impacto. Cuando salimos a cubierta, descubrimos que se trataba de un ataque porque el buque ya había comenzado a inclinarse para comenzar su progresivo descenso hacia las profundidades. Fue tan grande el daño que tardó apenas cuarenta minutos en hundirse. Si hubiese estado de guardia durante el momento del ataque, no estaría probablemente ahora presente para escribir estas palabras.
El destino puede tener reservadas muchas sorpresas. Y no podemos hacer nada al respecto. Pero la manera de vivir tales desafíos depende de nosotros y de nadie más. Mi deseo es que cada obstáculo que encontremos en el camino sea, para todos, un escalón hacia un nuevo aprendizaje, de manera tal de poder evolucionar como personas y, al compartir lo que somos, fomentar el desarrollo de nuestras comunidades.
Julio Pividori
Sobreviviente del hundimiento del crucero ARA General Belgrano. Integrante del CREA Villa Ocampo.